Un cuento de José Luis Gomez
A la memoria de mi hermano Guito. Según su esposa, Estela Leiva, cada vez que conversamos, él comparte nuestra conversación adquiriendo forma de una mariposa posada sobre una pared.
Lector, te quiero relatar una historia corta, algo extraña, ocurrida en el lugar donde vivo, un barrio cerrado en la provincia de Buenos Aires.
En este sitio, la vida parece transcurrir en el mejor de los mundos naturales. A primera vista es así. Hay espacios verdes con árboles, plantas, aves, algunas mariposas y sapos, otros insectos y algún animalejo nocturno, solitario y desprestigiado: la comadreja. Esta última no encontrará huevos ni gallinas en nuestros jardines sino solo, quizás, alguna sobra alimenticia bien envuelta y mejor guardada en los canastos de la basura. Hasta hace unos pocos años se podía tropezar con alguna liebre tan sorprendida como uno, que se daba a la fuga después del primer instante de perplejidad. En la actualidad, el aumento poblacional humano del barrio y el tratamiento que se les da a los espacios verdes, tanto comunales como particulares, limita cada vez más nuestra relación con este ambiente, dicho natural.
Antes de entrar de lleno en la historia, le pido al lector que sepa disculparme por algunas explicaciones previas, formales pero necesarias para comprender mejor el sentido de la misma. El tema es la contaminación lenta y continua de las tierras en las que vivimos. Los vecinos somos partícipes de esta sinrazón no siempre manejable, por cierto. No olvidemos que nuestra influencia modifica nuestro entorno, positiva o negativamente, y el entorno nos transforma a nosotros, ya que finalmente no somos más que parte de lo mismo.
A partir de la década del 2000 y entre otras razones por el cambio climático producido por causas humanas bastante divulgadas, las poblaciones de un mosquito (Aedes aegypti), vector de una enfermedad llamada dengue, migraron hacia regiones del mundo adonde antes no se encontraban. De ese modo, este mosquito llegó hasta nosotros junto con la enfermedad. En el año 2009 se produjo una gran epidemia en gran parte del país, y como en otros lugares, en este barrio comenzó a fumigarse para eliminar al insecto adulto. Pero la fumigación solo debe usarse para casos de emergencia. Hay otros recursos preventivos para eliminar al mosquito: echar gotas de cloro al agua estancada o colocar peces colorados, o vaciar los recipientes con agua que no se usan. La finalidad es eliminar a las larvas.
Volviendo al tema que nos ocupa, la contaminación de estas tierras, otra forma de provocarla es el uso de insecticidas por parte de los propietarios o de los jardineros contratados para cuidar los jardines. Estos o aquellos no permiten la intrusión del más mínimo caracol u hormiga o babosa. A todo bicho que camina hay que matarlo; esa parece ser la consigna. Y vaya si la cumplen. Respecto a la fumigación en sí misma, semanalmente pasa por las calles del barrio una tranquila camioneta que despide una humareda venenosa. Los distribuidores de estos productos aseguran que solo son dañinos para nuestro bicho en cuestión, el mosquito… Supongo que la gente les cree; de otro modo, no permitirían esta invasión venenosa en el ambiente. Hay que tener en cuenta que muchas de estas substancias utilizadas solo son tóxicas para ciertos organismos –como el humano-, cuando se acumulan en cierta cantidad en dichos organismos, cosa que se logra con el paso del tiempo y la repetición del uso del producto.
El muchacho que conduce la camioneta seguramente ignora o en el mejor de los casos solo alberga alguna sospecha acerca de las consecuencias de su tarea. Pero lo realmente raro es que la gente del barrio, en general, no lo piense o no se informe por medio de medios fidedignos. Probablemente sucede lo de siempre: creemos ingenuamente en las bondades del producto.
Las emanaciones expelidas, obviamente caen sobre todo lo existente, sea materia orgánica, vegetal o animal, o inorgánica, como el asfalto y las piedras, en pos de eliminar o al menos controlar a los odiados y, a veces, peligrosos mosquitos. Pero la cuestión se complica. A pesar de la supuesta benignidad y especificidad del gas emitido, si se observa detenidamente se constatará que hay relativamente poca vida silvestre en nuestros espacios verdes, lo que hace presumir que el gas tiene un efecto más amplio y nocivo del supuesto. No puedo asegurarlo, pero creo que quedan pocas babosas, caracoles, ranas y sapos así como otros animales más o menos visibles en nuestros jardines y calles, atestiguando con su presencia la viabilidad de estos suelos, confirmando la existencia de biodiversidad en el reducido ambiente en que habitamos.
Para que esta supuesta matanza de mosquitos continúe realizándose desde hace años sin reparos ni críticas audibles por parte de los vecinos, es evidente que es reducido el número de los que imaginamos a nuestros espacios verdes convertidos en lugares realmente vitales. Probablemente, este silenciamiento del sentido común, se une al deseo de transformar a los jardines en lugares más artificiales (sin duda este deseo posee muchos simpatizantes), lo que conlleva al uso de más agentes químicos. Esta pretensión de jardín es pura y exclusivamente estética. En sí, la idea no es buena ni mala; solo es una manera más de enfrentar la vida. Pero ocurre que en estas épocas de deterioro ambiental a gran escala, quizá podríamos colaborar al menos para no agravar más la situación general.
Por otra parte, no todos los tóxicos que llegan a nuestro barrio lo hacen por vía aérea. Seguramente también nos invaden con el agua subterránea que proviene de los campos que nos circundan, sembrados con soja, debidamente desmalezados y sin plagas, muy efectivos por cierto para el fin que los agricultores buscan, pero muy destructivos para el medio ambiente y, por ende, para nosotros mismos.
Te agradezco lector haberme seguido hasta aquí con la lectura, porque a pesar de lo tedioso, estas explicaciones son necesarias para comprender en parte el relato que te quiero contar.
El tema del mismo son las mariposas y los chicos del barrio. Respecto a las mariposas, debo decirte algo más antes de proseguir. Y te pido disculpas nuevamente. Actualmente, son insectos amenazados en el mundo entero, sobre todo por la modificación de sus ambientes naturales. No me refiero a alguna especie en particular, sino a todas ellas en general, a esos gusanillos alados de los cuales no haré ninguna referencia a su belleza sino a su utilidad esencial, la polinización. Sin este fenómeno, las flores de ciertas plantas y árboles no serían fecundadas y, por lo tanto no se reproducirían, con lo cual se discontinuarían las cadenas ecológicas que estas plantas integran. Y las mariposas –junto con otros insectos y algunas aves –intervienen activamente en este intercambio entre los reinos vegetal y animal, distribuyendo el polen con la promesa de una nueva vida vegetal.
Una de las especies afectadas en nuestro medio es Zafiro del talar, mariposa muy bella, cuyos machos tienen una banda de ese color sobre fondo negro en la cara dorsal de las alas, y las hembras una banda blanca en el mismo lugar, con una mancha anaranjada. Fue uno de estos ejemplares el que protagonizó uno de los episodios de esta sucesión de situaciones extrañas y angustiantes ocurridas en el barrio hace muy poco tiempo.
Pasó así. Un ejemplar macho fue visto por Juanito, un chico del barrio de unos siete años de edad, quien quedó fascinado con la gracia y los colores del insecto. Al parecer, lo mismo le sucedió a la mariposa con el niño. Otros chicos de su edad fueron testigos de la atracción de Juanito por el insecto, y de éste por aquél. Observaron al pequeño correr detrás de la mariposa azul, que revoloteaba alrededor de su cabeza; finalmente, al doblar ambos en una esquina, sus compañeros los perdieron de vista. Desde ese momento, nadie vio más a Juanito durante dos días.
Por supuesto, la conmoción en el barrio fue inmediata e inmensa. Al cabo de cuarenta y ocho horas, después que el barrio fuera investigado de punta a cabo, Juanito apareció muy orondo, con el rostro plácido y sin indicios de tener hambre ni sed. Una hermosa mariposa azul daba vueltas alrededor del chico. Sus familiares y vecinos más allegados, agrupados alrededor suyo, trataron de ahuyentar e incluso matar al insecto volador como si fuera responsable de su desaparición, pese a los reclamos del chico en su defensa.
Juanito contó muy poco acerca de los dos días que estuvo ausente. Pero se supo que salió del perímetro barrial por un caño que sirve de desagüe. Dijo que estuvo en el campo, en un lugar lleno de mariposas azules y otras de color marrón. Tomaba agua en un arroyo muy angosto aunque fluyente y cantarín, transparente, en cuyos bordes también bebían las mismas mariposas y unas aves grandes y grises, de cuello largo, que no volaban. De acuerdo con la reflexión de los adultos, debían ser ñandúes. Había bosquecillos de talas y coronillos, árboles que el chico conocía porque en el jardín de su casa sus padres tenían un ejemplar de cada una de esas especies. ¿La comida? Aparentemente no había comido, pero tampoco manifestaba hambre en el momento de su regreso. Contó también que había visto cosas desagradables.
-¿Qué cosas?-, le preguntaron ansiosos, tanto los adultos como otros chicos.
-No había casas ni calles, era el campo –dijo-, un campo desierto por el que corría el arroyito, solo con los bosquecitos donde estaban las mariposas… pero además de esos, que eran verdes, había otros árboles secos y viento caliente que quemaba la piel-. Sin embargo la piel de Juanito no tenía quemaduras de ningún tipo.
-¿Y con quien saliste del barrio? -inquirieron los mayores.
-Con Alma -respondió. -Me hizo salir por el caño de agua de la esquina de casa.
-¿Alma?
-Sí, la mariposa. Cuando la llamo, viene. Miren si no me creen… -Pero a pesar de los llamados la mariposa se mantuvo alejada del grupo humano.
-¿Y cómo se alimentaban las mariposas y las aves que no volaban si todo estaba seco? –le preguntaron.
-Ah, eso no lo sé; pero todos estaban bien. Las mariposas iban y venían por los bosquecitos verdes. No vi ninguna mariposa muerta –agregó el chico.
-Pará, Juanito, pará; ¿cómo llegaste a ese lugar y cómo?... -Las preguntas eran interminables, pero las respuestas no calmaban la angustia de los padres ni satisfacían la curiosidad de los demás adultos.
De cualquier modo se lo veía muy bien, sosegado, contento.
La semana trascurrió con preocupación y alboroto, especialmente durante los primeros días; luego, pasado el tiempo, la existencia en el barrio retomó su ritmo habitual, como un río que reorganiza sus aguas después de una catarata.
A los quince días pasó lo mismo con una chiquita de ocho años; es decir, desapareció. El suceso causó más revuelo aún por la reiteración del hecho pero, igual que la primera vez, nada se pudo hacer hasta que la nena regresó, a los dos días, muy tranquila, con una mariposa a su lado. Esta vez, el insecto pertenecía a una especie llamada Espejitos, abundante en la provincia de Buenos Aires, de color naranja con lunares negros en la faz dorsal de las alas y manchas plateadas en la cara ventral.
Lo primero que intentó hacer la gente presente (familiares, amigos y conocidos), al reaparecer la niña fue tratar de matar a la mariposa, la que hábilmente eludió los manotazos e incluso los raquetazos de muchachos que regresaban de jugar al tenis. La Espejitos huyó del gentío volando de flor en flor, realizando arabescos en el aire. La nena, llamada Florencia, muy tranquila, la despidió como si la mariposa hubiese sido una mascota común y corriente. La nombraba Rubita.
Se calmaron los ánimos lo mismo que la vez anterior a medida que pasaron los días, y las respuestas de la nena fueron las mismas que las de Juanito. Salvo que en los bosquecillos de las mariposas también abundaban los mbucuruyáes, enredaderas hospedadoras de esa especie de mariposas anaranjadas. Ante las preguntas de los adultos, la nena reconoció a esas plantas por las flores características, conocidas en el barrio. Intervino otra vez la policía. Vino un investigador del tipo de los detectives de las novelas de misterio para tratar de encontrar algún hilo conductor que explicara estos sucesos extraños y preocupantes. Pero no se supo más que antes, solo que la nena no recordaba por donde había salido y regresado al barrio.
La tercera desaparición se produjo al mes siguiente. Todo el barrio se puso en pie de guerra, por así decirlo, pero fue en vano. Pasados dos días el chico, Nacho en este caso, también de siete años, reapareció sorpresivamente. Estaba acompañado como de costumbre por una mariposa, en este caso de la especie Bandera Argentina. Su nombre guaraní es panambí morotí, y quiere decir mariposa blanca; aunque no es exactamente blanca, sino celeste.
Ante la aparición del chico, la sucesión de hechos fue la misma. Preguntas y más preguntas, sobre todo dirigidas a la comparación con las situaciones anteriores. En este caso el bosquecillo era de coronillos, árboles que el chico pudo identificar porque vio el ejemplar en la casa de Juanito, el primer chico que se fue y regresó. La gente, intrigada, esta vez trató de acercarse con cierto respeto a la mariposa, pero esta huyó con tranquilidad después de la despedida cariñosa de Nacho, a la que llamó Blanquita.
Los investigadores y los padres se reunieron con los chicos para ver qué podían sacar en limpio de las tres situaciones similares. Nada. Los relatos coincidían sobre el lugar visitado: una zona desértica donde lo único vivo parecían ser las mariposas, de distintas especies cada vez, las aves de grandes patas que no volaban y los bosquecillos verdes con las enredaderas en el caso de la nena. Habían saciado la sed en el mismo arroyo, límpido y cantor. No comieron nada al parecer, y los tres regresaron con muy buen ánimo y excelente salud.
Con el paso de los meses no se produjo ninguna otra desaparición de chicos. En el barrio, todo el mundo comenzó a mirar a las mariposas de otro modo. Con un poco de admiración y… miedo, claro. De cualquier modo, a nadie se le ocurrió ahuyentarlas o matarlas, a pesar de la escasa cantidad visitante. Al contrario, la gente comenzó a preocuparse por las causas del número declinante de estos insectos alados. Seguramente las ahuyentaban o destruían los venenos del barrio, y los agroquímicos y tóxicos de las plantaciones circundantes o lejanas. También comprendieron que otra causa, sin duda la más importante, era la deforestación de árboles nativos, de los cuales sus crías se alimentan. Siempre en pos de sembrar fuera del barrio o de adornar los jardines con árboles exóticos. Los vecinos actuaron con inteligencia, porque a pesar de la angustia provocada por la desaparición de los chicos, los tres habían regresaron contentos y animosos. La impresión general era que las mariposas los habían cuidado… Poco a poco, el temor inicial hacia las mariposas, fue dejando paso a un sentimiento de fascinación y curiosidad tanto de parte de los demás chicos del barrio como de los adultos. No solo eso. Se plantaron árboles, arbustos y enredaderas de especies autóctonas en los lugares públicos y privados del barrio, especies necesarias para el desarrollo de estas mariposas. Además, se prohibió el uso de la fumigación. Surgió una especie de sentimiento nuevo, de admiración hacia estos insectos, que poco a poco se extendió hacia todo lo vivo del entorno.
A partir de ese momento, los insectos que vuelan, caminan y se arrastran proliferaron en los jardines y paseos. Los espacios verdes se transformaron en sitios cálidos e inquietantes; dejaron de ser los espacios de plástico que anteriormente jerarquizaban al lugar. Es verdad, había mosquitos, más que antes quizás, pero la gente arregló los mosquiteros de las ventanas y puertas de sus casas, usó más repelentes sobre la piel y cuidó que no se formaran lugares apropiados para su proliferación.
Con la aceptación de las mariposas, nunca más volvió a desaparecer otro chico en el barrio. Y esta historia –por cierto real- de los chicos escapados con las mariposas de distintas especies, nunca se resolvió; quedó en el más absoluto misterio.
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