(A los hacedores y
cuidadores de la Reserva ecológica del
Pilar)
Un cuento de José Luis Gómez
El escenario es el campo en la
provincia de Buenos Aires, cerca de la ciudad de Pilar. Puede ser invierno o
verano, incluso primavera; si la estación del año fuera esta última, las
consecuencias relatadas en esta corta historia podrían ser peores. Las
protagonistas son las liebres y sus predadores alternativos: los hombres con
sus perros lebreros.
En
estos lugares campestres, habitual o esporádicamente, después de una lluvia,
algunos lugareños salen a cazar liebres. Llevan con ellos una jauría de perros
atados con cuerdas. Son lebreles, de estirpe inglesa, pero nacidos acá. En su tierra
de origen fueron creados para disputar carreras y para atrapar liebres y
conejos; entre nosotros, se usan con este último fin exclusivamente.
El
conjunto humano se desplaza a pie, está integrado solo por hombres y atañe por
lo general a una clase social media o más bien media baja. Llevan armas de
fuego en bandolera y en las manos palos, como bastones, usados para golpear
sobre la tierra asustando de ese modo a las liebres (para ser honrado, no sé si
les dan exactamente ese uso). Luego los usan para transportarlas, ya muertas,
colgando sobre los hombros.
Después
de un chaparrón o incluso con tiempo seco, estos hombres y sus perros caminan
por campos suyos o de conocidos, indistintamente. Los cazadores se dispersan en
forma de abanico, cubriendo de ese modo un terreno de acción más amplio que si
fuera recto. Desde lejos se los ve avanzar, despacio, hacia su objetivo,
organizadamente, con los perros atados todavía, ladrando exitadamente y
retumbando los ladridos y los gritos azuzones de sus amos. Otro acompañante es
la muerte, con forma de calavera y fétido aliento, alineada con el conjunto
humano y animal.
De
este modo, con los golpes sobre la tierra y los aullidos de los perros
atronando el aire, se consigue que las liebres, aterradas, abandonen sus
escondites entre las ramas y los pastizales, para huir en zigzag, muchas veces
inútilmente. Las que no alcanzan a escapar y pasan a formar parte del botín, terminan
con un último salto en las mandíbulas de los galgos u, otras veces, perforadas
por los proyectiles de las armas. Cuando la persecución ocurre en primavera, el
daño es mayor, porque en las redadas de esa estación del año caen hembras
preñadas o con crías pequeñas.
Los
que conocemos estas matanzas y lo lamentamos, quizá hipócritamente, notamos un
cambio sombrío en la naturaleza después de estos sucesos. La tierra pierde algo
valioso que la complementa. Los amaneceres y los atardeceres no son los mismos;
hay sufrimiento en el ambiente. Si hubo lluvia, la bruma es más espesa que
otras veces; si, al contrario, fue la sequía el marco ambiental de la
persecución, se agrieta el suelo y se vuelven mustios los arbustos.
También
mis hijos, adolescentes, se horrorizan cada vez que, volviendo de su colegio,
ubicado en las inmediaciones de la ciudad, se enfrentan con esos grupos humanos
y de cánidos, llevando aquellos los palos atravesados sobre los hombros, con
las liebres colgando y la muerte asentada sobre ellas, rascándose su inmunda
cabellera. En esos momentos, trato de calmar su conmoción con ciertas razones;
pero ninguna explicación, por más racional que intente ser, calma el enojo y la
repulsión que sienten ante esos cuadros que bien podrían ser goyescos.
Las
liebres provienen de Europa; es verdad, no son autóctonas. Y ahora que tratamos
con criterio riguroso el tema de los nichos ecológicos y las poblaciones
animales, podríamos disculpar por ese hecho las matanzas. Si acaso, pueden
justificarse por un par de razones más: se come el producto de la caza y,
cuando las liebres son numerosas, se vuelven dañinas para los sembrados. Ahora
bien, existe una causa para que aumente indiscriminadamente su número y
resulten perjudiciales para los cultivos: la disminución de sus predadores
naturales, tanto terrestres como aéreos, animales cazadores eliminados
paulatinamente por el hombre, que podrían controlar, al menos parcialmente,
estas sobrepoblaciones.
Pero
veremos que opinan sobre esto las mismas liebres.
En
un barrio cerrado de la zona, donde se reúnen habitualmente después de estas
carnicerías, un grupo de ellas delibera. Es la hora del crepúsculo. Estamos en
primavera y el aire está impregnado con la fragancia de las flores y el olor de
la tierra húmeda. Las hojas nacientes crecen rápidamente. Los pichones de las
aves pían hambrientos en sus nidos; corretean torpemente y llenos de vitalidad
las crías de los mamíferos cerca del abrigo de sus madrigueras. Ensordecen los
llamados rítmicos de los insectos.
Las
liebres tienen la palabra.
-Estamos
hartas-, comienza diciendo una liebre renga que sobrevivió a más de una
cacería; -estamos hartas de que nos aterroricen y nos maten, a nosotras y a
nuestros hijos. Propongo que nos vayamos a otras tierras.
-Dentro
de este país, acá o allá es lo mismo- grita un macho adulto, joven, que escapó
de las dentelladas de los galgos unos días atrás. –Me contaron que en cualquier
lugar de Argentina la gente hace lo mismo: matar liebres. Yo aconsejo que
volvamos a Europa, nuestro continente de origen; allí estaremos en nuestra
verdadera casa.
-¿Y
vos creés que en Europa no matan liebres?-, le replica un macho viejo de pelaje
obscuro.
-Sí,
pero no de este modo-, le responde el macho joven, obstinadamente, sin saber
exactamente lo que sucede con ese tema en aquel o en cualquier otro lugar del
planeta. –Allá también nos cazan, pero no con tanta crueldad, enloqueciéndonos
de terror con el rugido de los perros y el golpeteo de los palos. Además,
permiten que nuestras hembras críen cómodamente a nuestros hijos en épocas templadas-,
agrega, otorgándole mayor vehemencia a su última frase porque es la única parte
de su discurso que le parece realmente cierta.
-¿Y
cómo nos cazan en Europa?...-, pregunta tímidamente una hembra muy joven, con
tanto abdomen que se hace evidente su preñez.
-No
lo sé…-, responde avergonzado el macho joven por haber afirmado con seguridad
algo que realmente ignora.
Alguna
liebre plantea irse al sur, a la Patagonia, pero otra se opone mostrando los
aspectos negativos del proyecto. –Ya viven allá las maras-, explica -; son una especie de liebres autóctonas, por lo
cual la gente estaría más predispuesta a eliminarnos a nosotras, que somos
exóticas. Por otra parte- agrega -, como esa región es muy visitada en la
actualidad, a mayor cantidad de personas, mayor probabilidad de muerte para los
animales.
A
otra liebre se le ocurre ir al norte, aunque varias voces objetan su postura alegando
que esas tierras son muy pobres y la vegetación escasa como para protegerlas y
alimentarlas.
Una
hembra joven y robusta supone que aprendiendo a cavar galerías bajo la tierra,
como los conejos, se sentirían más seguras al paso de los perros lebreros; pero
enseguida el macho viejo explica que no se cambian así nomás las conductas
instintivas de la especie.
-¿Y
porqué nos quieren matar?-, pregunta inocentemente un lebrato ya bastante
grandecito, mezclado con las liebres adultas en medio de la asamblea.
-Para
comernos-, truena inmediatamente un macho de gran porte. Seguramente ocupa un
lugar jerárquico alto entre las demás liebres, porque todas la miran con
admiración y respeto después de emitida su respuesta tajante.
-¿No
podemos ingeniarnos para colocarles alguna trampa?-, insinúa tímidamente una
liebrecita pequeña de tamaño pero no de edad, refiriéndose tanto a los humanos
como a los perros.
-Basta
de preguntas tontas-, ordena impaciente el macho de gran porte, acaparando
nuevamente la atención de la concurrencia y confirmando de ese modo su
importante jerarquía. -Es imposible para nosotras- continua –prepararles una
trampa a los humanos y a los perros, porque con estas patas que tenemos ni
siquiera podríamos intentarlo-.
-¿Y
porqué nos matan de ese modo tan despiadado?- inquiere con ira y curiosidad un
macho de color más claro que la mayoría de las liebres. Una de sus orejas es
más corta que la otra, seguramente como consecuencia de alguna dentellada de
los galgos.
-Eso
no lo sabemos exactamente-, responde la hembra vieja que había hablado al
principio –pero es propio de los humanos actuar así, sin importarles nuestros
sufrimientos. Es más, –agrega- ni siquiera respetan los padecimientos de los
individuos de su propia especie. Esto lo sé porque me lo contó la Hormiguita viajera, quien recorrió medio
país.
-De
cualquier manera, ¿no es lo mismo morir de una forma o de otra? –cuestiona un
macho demasiado joven quizá como para haber reflexionado un poco sobre el tema.
Recién llegaba a la reunión y emitió su opinión mientras empujaba a las ya
presentes, tratando de abrirse paso para llegar al centro de la reunión.
-Claro
que no- le responde la hembra vieja, -morir de ese modo, entre los dientes de
esos zorros domesticados o perforadas por los proyectiles de las armas, es
horrible.
-Preferiría
morirme de vieja- susurra una hembra muy atractiva al parecer, porque todos los
machos la miran con sumo interés a pesar de la obviedad de su afirmación.
-Eso
no es fácil que ocurra- retruca irritada la hembra vieja. –Es solo un deseo.
Pensar que la perrada me persigue ávida de mi piel y de mi sangre, me pone los
pelos de punta.
La
discusión llevó varias horas sin que se llegara a ninguna conclusión. Quedaron
en reunirse nuevamente al día siguiente.
Durante
el día las liebres dormían o descansaban a la sombra, bajo los arbustos. De
noche se alimentaban rápidamente para volver a reunirse a la misma hora, en el
mismo barrio cerrado. En ese barrio los perros estaban encerrados; además no
eran perros lebreros entrenados para correr y matar. Por otra parte, a sus
dueños, las liebres no los molestaban; al contrario, más bien les gustaban.
Aunque a medida que se seguían construyendo casas, aumentaba el número de
humanos y la convivencia entre hombres y animales silvestres se dificultaba.
Al
cabo de varios días de reuniones, con opiniones múltiples, discusiones y
contradicciones, a una hembra con pocas particularidades físicas que la
distinguieran de las demás, se le ocurrió algo diferente. Propuso que las
hembras fértiles comieran las flores de una planta que todos conocían por sus
propiedades esterilizantes: Florianta
inferticulurum. De ese modo, no habría más preñeces ni nacimientos y, por
lo tanto, tampoco carne de liebre para los dientes de los galgos ni para los
platos de la gente. Pero la ocurrencia fue rechazada unánimemente por considerársela
ridícula, salvo por una hembra un poco sorda y un poco transgresora que estuvo
de acuerdo.
La
nueva reunión no aportó serenidad a las liebres.
Necesitaban
encontrar alguna solución o continuar con ese estado de cosas hasta más allá
del hartazgo.
Y
a esto último se llegó.
Al
final de una atroz cacería en la que murieron más liebres que otras veces, se
rebelaron.
¿Qué
hicieron las liebres indefensas, solo peligrosas entre sí?
¿Cuál
fue su rebelión?
Emigraron,
tal como se propuso en las primeras reuniones. Pero varió el destino. Partieron
de sus zonas de desastre cobijadas por la obscuridad de la noche, para
instalarse en las dos únicas Reservas Ecológicas de la región: Otamendi y del Pilar. Obtuvieron un refugio prácticamente seguro, donde
conviven en la actualidad con cierta armonía. No completa, claro, ya que la
llamada perfección, pretendida por nosotros, los humanos, no existe. No faltan
los predadores naturales de tierra y de aire: comadrejas, algún gato montés así
como algún halcón, chimangos y caranchos, milanos blancos, etc. A veces aparece
algún predador humano infiltrado, solitario o agrupado, pero sin galgos. Como
este traslado es reciente, veremos qué sucede cuando aumenten las poblaciones de
liebres, pese a la regulación relativamente natural.
Los
cuidadores de estas dos Reservas son personas con pretensiones de restauración
de cierto caos biológico, elemental. Se llaman a sí mismos amantes de la
naturaleza, y cuidan que este orden anárquico, se conserve. Tengo entendido que
son buena gente, pero, en fin, habría que conocerlos mejor.
Que
las liebres vivan en paz, en la paz de las liebres, claro, que es más sencilla
que la de los humanos. Para empezar sus crías no van a la escuela, simplemente
porque no existen escuelas para liebres. Aprenden de la vida misma. Por otra
parte, no deben trabajar para comer; solo deben cuidarse. Además, su salud es
muy buena, tanto que si existieran las liebres médicos y debieran trabajar para
mantenerse, se morirían de hambre.
Para
concluir, aporto un recuerdo que quizá alegre un poco más la vida de las
liebres, si es que pueden leerme (¡Oh, vanidad!), aunque quizá ya lo saben. Los
viejos cuentos europeos con personajes humanos terminaban cuando las parejas
allanaban las dificultades que impedían su unión; de ese modo podían vivir
libremente su amor. Habitualmente finalizaban diciendo: “… y fueron felices y
comieron perdices.” Perdices decían, no liebres.
Ahora
bien, habrá que ver qué opinan las perdices sobre estos finales de cuentos
viejos. Supongo que si los conocieran, se espantarían.
Me
despido de las liebres de los campos del Pilar, dejándolas en sus nuevos
hogares, a salvo de las cacerías organizadas, por el momento.
Mientras
tanto, escucho aleteos y silbidos de gozo provenientes de estos mismos campos
que abandonaron las liebres. Me soplan al oído que son las perdices las
causantes del bullicio, muy felices porque en los finales de los cuentos
nuevos, no se incita a nadie a comerlas.
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