27/4/14

La rebelión de las liebres

                          (A los hacedores y cuidadores de la Reserva ecológica del Pilar)
Un cuento de José Luis Gómez


            El escenario es el campo en la provincia de Buenos Aires, cerca de la ciudad de Pilar. Puede ser invierno o verano, incluso primavera; si la estación del año fuera esta última, las consecuencias relatadas en esta corta historia podrían ser peores. Las protagonistas son las liebres y sus predadores alternativos: los hombres con sus perros lebreros.
En estos lugares campestres, habitual o esporádicamente, después de una lluvia, algunos lugareños salen a cazar liebres. Llevan con ellos una jauría de perros atados con cuerdas. Son lebreles, de estirpe inglesa, pero nacidos acá. En su tierra de origen fueron creados para disputar carreras y para atrapar liebres y conejos; entre nosotros, se usan con este último fin exclusivamente.
El conjunto humano se desplaza a pie, está integrado solo por hombres y atañe por lo general a una clase social media o más bien media baja. Llevan armas de fuego en bandolera y en las manos palos, como bastones, usados para golpear sobre la tierra asustando de ese modo a las liebres (para ser honrado, no sé si les dan exactamente ese uso). Luego los usan para transportarlas, ya muertas, colgando sobre los hombros.  
Después de un chaparrón o incluso con tiempo seco, estos hombres y sus perros caminan por campos suyos o de conocidos, indistintamente. Los cazadores se dispersan en forma de abanico, cubriendo de ese modo un terreno de acción más amplio que si fuera recto. Desde lejos se los ve avanzar, despacio, hacia su objetivo, organizadamente, con los perros atados todavía, ladrando exitadamente y retumbando los ladridos y los gritos azuzones de sus amos. Otro acompañante es la muerte, con forma de calavera y fétido aliento, alineada con el conjunto humano y animal.
De este modo, con los golpes sobre la tierra y los aullidos de los perros atronando el aire, se consigue que las liebres, aterradas, abandonen sus escondites entre las ramas y los pastizales, para huir en zigzag, muchas veces inútilmente. Las que no alcanzan a escapar y pasan a formar parte del botín, terminan con un último salto en las mandíbulas de los galgos u, otras veces, perforadas por los proyectiles de las armas. Cuando la persecución ocurre en primavera, el daño es mayor, porque en las redadas de esa estación del año caen hembras preñadas o con crías pequeñas.
Los que conocemos estas matanzas y lo lamentamos, quizá hipócritamente, notamos un cambio sombrío en la naturaleza después de estos sucesos. La tierra pierde algo valioso que la complementa. Los amaneceres y los atardeceres no son los mismos; hay sufrimiento en el ambiente. Si hubo lluvia, la bruma es más espesa que otras veces; si, al contrario, fue la sequía el marco ambiental de la persecución, se agrieta el suelo y se vuelven mustios los arbustos.
También mis hijos, adolescentes, se horrorizan cada vez que, volviendo de su colegio, ubicado en las inmediaciones de la ciudad, se enfrentan con esos grupos humanos y de cánidos, llevando aquellos los palos atravesados sobre los hombros, con las liebres colgando y la muerte asentada sobre ellas, rascándose su inmunda cabellera. En esos momentos, trato de calmar su conmoción con ciertas razones; pero ninguna explicación, por más racional que intente ser, calma el enojo y la repulsión que sienten ante esos cuadros que bien podrían ser goyescos.
Las liebres provienen de Europa; es verdad, no son autóctonas. Y ahora que tratamos con criterio riguroso el tema de los nichos ecológicos y las poblaciones animales, podríamos disculpar por ese hecho las matanzas. Si acaso, pueden justificarse por un par de razones más: se come el producto de la caza y, cuando las liebres son numerosas, se vuelven dañinas para los sembrados. Ahora bien, existe una causa para que aumente indiscriminadamente su número y resulten perjudiciales para los cultivos: la disminución de sus predadores naturales, tanto terrestres como aéreos, animales cazadores eliminados paulatinamente por el hombre, que podrían controlar, al menos parcialmente, estas sobrepoblaciones.
Pero veremos que opinan sobre esto las mismas liebres.
En un barrio cerrado de la zona, donde se reúnen habitualmente después de estas carnicerías, un grupo de ellas delibera. Es la hora del crepúsculo. Estamos en primavera y el aire está impregnado con la fragancia de las flores y el olor de la tierra húmeda. Las hojas nacientes crecen rápidamente. Los pichones de las aves pían hambrientos en sus nidos; corretean torpemente y llenos de vitalidad las crías de los mamíferos cerca del abrigo de sus madrigueras. Ensordecen los llamados rítmicos de los insectos.
Las liebres tienen la palabra.
-Estamos hartas-, comienza diciendo una liebre renga que sobrevivió a más de una cacería; -estamos hartas de que nos aterroricen y nos maten, a nosotras y a nuestros hijos. Propongo que nos vayamos a otras tierras.
-Dentro de este país, acá o allá es lo mismo- grita un macho adulto, joven, que escapó de las dentelladas de los galgos unos días atrás. –Me contaron que en cualquier lugar de Argentina la gente hace lo mismo: matar liebres. Yo aconsejo que volvamos a Europa, nuestro continente de origen; allí estaremos en nuestra verdadera casa.
-¿Y vos creés que en Europa no matan liebres?-, le replica un macho viejo de pelaje obscuro.
-Sí, pero no de este modo-, le responde el macho joven, obstinadamente, sin saber exactamente lo que sucede con ese tema en aquel o en cualquier otro lugar del planeta. –Allá también nos cazan, pero no con tanta crueldad, enloqueciéndonos de terror con el rugido de los perros y el golpeteo de los palos. Además, permiten que nuestras hembras críen cómodamente a nuestros hijos en épocas templadas-, agrega, otorgándole mayor vehemencia a su última frase porque es la única parte de su discurso que le parece realmente cierta.
-¿Y cómo nos cazan en Europa?...-, pregunta tímidamente una hembra muy joven, con tanto abdomen que se hace evidente su preñez.     
-No lo sé…-, responde avergonzado el macho joven por haber afirmado con seguridad algo que realmente ignora.
Alguna liebre plantea irse al sur, a la Patagonia, pero otra se opone mostrando los aspectos negativos del proyecto. –Ya viven allá las maras-, explica -; son una especie de liebres autóctonas, por lo cual la gente estaría más predispuesta a eliminarnos a nosotras, que somos exóticas. Por otra parte- agrega -, como esa región es muy visitada en la actualidad, a mayor cantidad de personas, mayor probabilidad de muerte para los animales.
A otra liebre se le ocurre ir al norte, aunque varias voces objetan su postura alegando que esas tierras son muy pobres y la vegetación escasa como para protegerlas y alimentarlas.
Una hembra joven y robusta supone que aprendiendo a cavar galerías bajo la tierra, como los conejos, se sentirían más seguras al paso de los perros lebreros; pero enseguida el macho viejo explica que no se cambian así nomás las conductas instintivas de la especie.
-¿Y porqué nos quieren matar?-, pregunta inocentemente un lebrato ya bastante grandecito, mezclado con las liebres adultas en medio de la asamblea.
-Para comernos-, truena inmediatamente un macho de gran porte. Seguramente ocupa un lugar jerárquico alto entre las demás liebres, porque todas la miran con admiración y respeto después de emitida su respuesta tajante.
-¿No podemos ingeniarnos para colocarles alguna trampa?-, insinúa tímidamente una liebrecita pequeña de tamaño pero no de edad, refiriéndose tanto a los humanos como a los perros.
-Basta de preguntas tontas-, ordena impaciente el macho de gran porte, acaparando nuevamente la atención de la concurrencia y confirmando de ese modo su importante jerarquía. -Es imposible para nosotras- continua –prepararles una trampa a los humanos y a los perros, porque con estas patas que tenemos ni siquiera podríamos intentarlo-.
-¿Y porqué nos matan de ese modo tan despiadado?- inquiere con ira y curiosidad un macho de color más claro que la mayoría de las liebres. Una de sus orejas es más corta que la otra, seguramente como consecuencia de alguna dentellada de los galgos.
-Eso no lo sabemos exactamente-, responde la hembra vieja que había hablado al principio –pero es propio de los humanos actuar así, sin importarles nuestros sufrimientos. Es más, –agrega- ni siquiera respetan los padecimientos de los individuos de su propia especie. Esto lo sé porque me lo contó la Hormiguita viajera, quien recorrió medio país.
-De cualquier manera, ¿no es lo mismo morir de una forma o de otra? –cuestiona un macho demasiado joven quizá como para haber reflexionado un poco sobre el tema. Recién llegaba a la reunión y emitió su opinión mientras empujaba a las ya presentes, tratando de abrirse paso para llegar al centro de la reunión.
-Claro que no- le responde la hembra vieja, -morir de ese modo, entre los dientes de esos zorros domesticados o perforadas por los proyectiles de las armas, es horrible.
-Preferiría morirme de vieja- susurra una hembra muy atractiva al parecer, porque todos los machos la miran con sumo interés a pesar de la obviedad de su afirmación.        
   -Eso no es fácil que ocurra- retruca irritada la hembra vieja. –Es solo un deseo. Pensar que la perrada me persigue ávida de mi piel y de mi sangre, me pone los pelos de punta.
La discusión llevó varias horas sin que se llegara a ninguna conclusión. Quedaron en reunirse nuevamente al día siguiente.
Durante el día las liebres dormían o descansaban a la sombra, bajo los arbustos. De noche se alimentaban rápidamente para volver a reunirse a la misma hora, en el mismo barrio cerrado. En ese barrio los perros estaban encerrados; además no eran perros lebreros entrenados para correr y matar. Por otra parte, a sus dueños, las liebres no los molestaban; al contrario, más bien les gustaban. Aunque a medida que se seguían construyendo casas, aumentaba el número de humanos y la convivencia entre hombres y animales silvestres se dificultaba.
Al cabo de varios días de reuniones, con opiniones múltiples, discusiones y contradicciones, a una hembra con pocas particularidades físicas que la distinguieran de las demás, se le ocurrió algo diferente. Propuso que las hembras fértiles comieran las flores de una planta que todos conocían por sus propiedades esterilizantes: Florianta inferticulurum. De ese modo, no habría más preñeces ni nacimientos y, por lo tanto, tampoco carne de liebre para los dientes de los galgos ni para los platos de la gente. Pero la ocurrencia fue rechazada unánimemente por considerársela ridícula, salvo por una hembra un poco sorda y un poco transgresora que estuvo de acuerdo.
La nueva reunión no aportó serenidad a las liebres.
Necesitaban encontrar alguna solución o continuar con ese estado de cosas hasta más allá del hartazgo.
Y a esto último se llegó.
Al final de una atroz cacería en la que murieron más liebres que otras veces, se rebelaron.
¿Qué hicieron las liebres indefensas, solo peligrosas entre sí?
¿Cuál fue su rebelión?
Emigraron, tal como se propuso en las primeras reuniones. Pero varió el destino. Partieron de sus zonas de desastre cobijadas por la obscuridad de la noche, para instalarse en las dos únicas Reservas Ecológicas de la región: Otamendi y del Pilar. Obtuvieron un refugio prácticamente seguro, donde conviven en la actualidad con cierta armonía. No completa, claro, ya que la llamada perfección, pretendida por nosotros, los humanos, no existe. No faltan los predadores naturales de tierra y de aire: comadrejas, algún gato montés así como algún halcón, chimangos y caranchos, milanos blancos, etc. A veces aparece algún predador humano infiltrado, solitario o agrupado, pero sin galgos. Como este traslado es reciente, veremos qué sucede cuando aumenten las poblaciones de liebres, pese a la regulación relativamente natural.          
Los cuidadores de estas dos Reservas son personas con pretensiones de restauración de cierto caos biológico, elemental. Se llaman a sí mismos amantes de la naturaleza, y cuidan que este orden anárquico, se conserve. Tengo entendido que son buena gente, pero, en fin, habría que conocerlos mejor.
Que las liebres vivan en paz, en la paz de las liebres, claro, que es más sencilla que la de los humanos. Para empezar sus crías no van a la escuela, simplemente porque no existen escuelas para liebres. Aprenden de la vida misma. Por otra parte, no deben trabajar para comer; solo deben cuidarse. Además, su salud es muy buena, tanto que si existieran las liebres médicos y debieran trabajar para mantenerse, se morirían de hambre.
Para concluir, aporto un recuerdo que quizá alegre un poco más la vida de las liebres, si es que pueden leerme (¡Oh, vanidad!), aunque quizá ya lo saben. Los viejos cuentos europeos con personajes humanos terminaban cuando las parejas allanaban las dificultades que impedían su unión; de ese modo podían vivir libremente su amor. Habitualmente finalizaban diciendo: “… y fueron felices y comieron perdices.” Perdices decían, no liebres.
Ahora bien, habrá que ver qué opinan las perdices sobre estos finales de cuentos viejos. Supongo que si los conocieran, se espantarían.
Me despido de las liebres de los campos del Pilar, dejándolas en sus nuevos hogares, a salvo de las cacerías organizadas, por el momento.
Mientras tanto, escucho aleteos y silbidos de gozo provenientes de estos mismos campos que abandonaron las liebres. Me soplan al oído que son las perdices las causantes del bullicio, muy felices porque en los finales de los cuentos nuevos, no se incita a nadie a comerlas.



















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