27/4/14

La rebelión de las liebres

                          (A los hacedores y cuidadores de la Reserva ecológica del Pilar)
Un cuento de José Luis Gómez


            El escenario es el campo en la provincia de Buenos Aires, cerca de la ciudad de Pilar. Puede ser invierno o verano, incluso primavera; si la estación del año fuera esta última, las consecuencias relatadas en esta corta historia podrían ser peores. Las protagonistas son las liebres y sus predadores alternativos: los hombres con sus perros lebreros.
En estos lugares campestres, habitual o esporádicamente, después de una lluvia, algunos lugareños salen a cazar liebres. Llevan con ellos una jauría de perros atados con cuerdas. Son lebreles, de estirpe inglesa, pero nacidos acá. En su tierra de origen fueron creados para disputar carreras y para atrapar liebres y conejos; entre nosotros, se usan con este último fin exclusivamente.
El conjunto humano se desplaza a pie, está integrado solo por hombres y atañe por lo general a una clase social media o más bien media baja. Llevan armas de fuego en bandolera y en las manos palos, como bastones, usados para golpear sobre la tierra asustando de ese modo a las liebres (para ser honrado, no sé si les dan exactamente ese uso). Luego los usan para transportarlas, ya muertas, colgando sobre los hombros.  
Después de un chaparrón o incluso con tiempo seco, estos hombres y sus perros caminan por campos suyos o de conocidos, indistintamente. Los cazadores se dispersan en forma de abanico, cubriendo de ese modo un terreno de acción más amplio que si fuera recto. Desde lejos se los ve avanzar, despacio, hacia su objetivo, organizadamente, con los perros atados todavía, ladrando exitadamente y retumbando los ladridos y los gritos azuzones de sus amos. Otro acompañante es la muerte, con forma de calavera y fétido aliento, alineada con el conjunto humano y animal.
De este modo, con los golpes sobre la tierra y los aullidos de los perros atronando el aire, se consigue que las liebres, aterradas, abandonen sus escondites entre las ramas y los pastizales, para huir en zigzag, muchas veces inútilmente. Las que no alcanzan a escapar y pasan a formar parte del botín, terminan con un último salto en las mandíbulas de los galgos u, otras veces, perforadas por los proyectiles de las armas. Cuando la persecución ocurre en primavera, el daño es mayor, porque en las redadas de esa estación del año caen hembras preñadas o con crías pequeñas.
Los que conocemos estas matanzas y lo lamentamos, quizá hipócritamente, notamos un cambio sombrío en la naturaleza después de estos sucesos. La tierra pierde algo valioso que la complementa. Los amaneceres y los atardeceres no son los mismos; hay sufrimiento en el ambiente. Si hubo lluvia, la bruma es más espesa que otras veces; si, al contrario, fue la sequía el marco ambiental de la persecución, se agrieta el suelo y se vuelven mustios los arbustos.
También mis hijos, adolescentes, se horrorizan cada vez que, volviendo de su colegio, ubicado en las inmediaciones de la ciudad, se enfrentan con esos grupos humanos y de cánidos, llevando aquellos los palos atravesados sobre los hombros, con las liebres colgando y la muerte asentada sobre ellas, rascándose su inmunda cabellera. En esos momentos, trato de calmar su conmoción con ciertas razones; pero ninguna explicación, por más racional que intente ser, calma el enojo y la repulsión que sienten ante esos cuadros que bien podrían ser goyescos.
Las liebres provienen de Europa; es verdad, no son autóctonas. Y ahora que tratamos con criterio riguroso el tema de los nichos ecológicos y las poblaciones animales, podríamos disculpar por ese hecho las matanzas. Si acaso, pueden justificarse por un par de razones más: se come el producto de la caza y, cuando las liebres son numerosas, se vuelven dañinas para los sembrados. Ahora bien, existe una causa para que aumente indiscriminadamente su número y resulten perjudiciales para los cultivos: la disminución de sus predadores naturales, tanto terrestres como aéreos, animales cazadores eliminados paulatinamente por el hombre, que podrían controlar, al menos parcialmente, estas sobrepoblaciones.
Pero veremos que opinan sobre esto las mismas liebres.
En un barrio cerrado de la zona, donde se reúnen habitualmente después de estas carnicerías, un grupo de ellas delibera. Es la hora del crepúsculo. Estamos en primavera y el aire está impregnado con la fragancia de las flores y el olor de la tierra húmeda. Las hojas nacientes crecen rápidamente. Los pichones de las aves pían hambrientos en sus nidos; corretean torpemente y llenos de vitalidad las crías de los mamíferos cerca del abrigo de sus madrigueras. Ensordecen los llamados rítmicos de los insectos.
Las liebres tienen la palabra.
-Estamos hartas-, comienza diciendo una liebre renga que sobrevivió a más de una cacería; -estamos hartas de que nos aterroricen y nos maten, a nosotras y a nuestros hijos. Propongo que nos vayamos a otras tierras.
-Dentro de este país, acá o allá es lo mismo- grita un macho adulto, joven, que escapó de las dentelladas de los galgos unos días atrás. –Me contaron que en cualquier lugar de Argentina la gente hace lo mismo: matar liebres. Yo aconsejo que volvamos a Europa, nuestro continente de origen; allí estaremos en nuestra verdadera casa.
-¿Y vos creés que en Europa no matan liebres?-, le replica un macho viejo de pelaje obscuro.
-Sí, pero no de este modo-, le responde el macho joven, obstinadamente, sin saber exactamente lo que sucede con ese tema en aquel o en cualquier otro lugar del planeta. –Allá también nos cazan, pero no con tanta crueldad, enloqueciéndonos de terror con el rugido de los perros y el golpeteo de los palos. Además, permiten que nuestras hembras críen cómodamente a nuestros hijos en épocas templadas-, agrega, otorgándole mayor vehemencia a su última frase porque es la única parte de su discurso que le parece realmente cierta.
-¿Y cómo nos cazan en Europa?...-, pregunta tímidamente una hembra muy joven, con tanto abdomen que se hace evidente su preñez.     
-No lo sé…-, responde avergonzado el macho joven por haber afirmado con seguridad algo que realmente ignora.
Alguna liebre plantea irse al sur, a la Patagonia, pero otra se opone mostrando los aspectos negativos del proyecto. –Ya viven allá las maras-, explica -; son una especie de liebres autóctonas, por lo cual la gente estaría más predispuesta a eliminarnos a nosotras, que somos exóticas. Por otra parte- agrega -, como esa región es muy visitada en la actualidad, a mayor cantidad de personas, mayor probabilidad de muerte para los animales.
A otra liebre se le ocurre ir al norte, aunque varias voces objetan su postura alegando que esas tierras son muy pobres y la vegetación escasa como para protegerlas y alimentarlas.
Una hembra joven y robusta supone que aprendiendo a cavar galerías bajo la tierra, como los conejos, se sentirían más seguras al paso de los perros lebreros; pero enseguida el macho viejo explica que no se cambian así nomás las conductas instintivas de la especie.
-¿Y porqué nos quieren matar?-, pregunta inocentemente un lebrato ya bastante grandecito, mezclado con las liebres adultas en medio de la asamblea.
-Para comernos-, truena inmediatamente un macho de gran porte. Seguramente ocupa un lugar jerárquico alto entre las demás liebres, porque todas la miran con admiración y respeto después de emitida su respuesta tajante.
-¿No podemos ingeniarnos para colocarles alguna trampa?-, insinúa tímidamente una liebrecita pequeña de tamaño pero no de edad, refiriéndose tanto a los humanos como a los perros.
-Basta de preguntas tontas-, ordena impaciente el macho de gran porte, acaparando nuevamente la atención de la concurrencia y confirmando de ese modo su importante jerarquía. -Es imposible para nosotras- continua –prepararles una trampa a los humanos y a los perros, porque con estas patas que tenemos ni siquiera podríamos intentarlo-.
-¿Y porqué nos matan de ese modo tan despiadado?- inquiere con ira y curiosidad un macho de color más claro que la mayoría de las liebres. Una de sus orejas es más corta que la otra, seguramente como consecuencia de alguna dentellada de los galgos.
-Eso no lo sabemos exactamente-, responde la hembra vieja que había hablado al principio –pero es propio de los humanos actuar así, sin importarles nuestros sufrimientos. Es más, –agrega- ni siquiera respetan los padecimientos de los individuos de su propia especie. Esto lo sé porque me lo contó la Hormiguita viajera, quien recorrió medio país.
-De cualquier manera, ¿no es lo mismo morir de una forma o de otra? –cuestiona un macho demasiado joven quizá como para haber reflexionado un poco sobre el tema. Recién llegaba a la reunión y emitió su opinión mientras empujaba a las ya presentes, tratando de abrirse paso para llegar al centro de la reunión.
-Claro que no- le responde la hembra vieja, -morir de ese modo, entre los dientes de esos zorros domesticados o perforadas por los proyectiles de las armas, es horrible.
-Preferiría morirme de vieja- susurra una hembra muy atractiva al parecer, porque todos los machos la miran con sumo interés a pesar de la obviedad de su afirmación.        
   -Eso no es fácil que ocurra- retruca irritada la hembra vieja. –Es solo un deseo. Pensar que la perrada me persigue ávida de mi piel y de mi sangre, me pone los pelos de punta.
La discusión llevó varias horas sin que se llegara a ninguna conclusión. Quedaron en reunirse nuevamente al día siguiente.
Durante el día las liebres dormían o descansaban a la sombra, bajo los arbustos. De noche se alimentaban rápidamente para volver a reunirse a la misma hora, en el mismo barrio cerrado. En ese barrio los perros estaban encerrados; además no eran perros lebreros entrenados para correr y matar. Por otra parte, a sus dueños, las liebres no los molestaban; al contrario, más bien les gustaban. Aunque a medida que se seguían construyendo casas, aumentaba el número de humanos y la convivencia entre hombres y animales silvestres se dificultaba.
Al cabo de varios días de reuniones, con opiniones múltiples, discusiones y contradicciones, a una hembra con pocas particularidades físicas que la distinguieran de las demás, se le ocurrió algo diferente. Propuso que las hembras fértiles comieran las flores de una planta que todos conocían por sus propiedades esterilizantes: Florianta inferticulurum. De ese modo, no habría más preñeces ni nacimientos y, por lo tanto, tampoco carne de liebre para los dientes de los galgos ni para los platos de la gente. Pero la ocurrencia fue rechazada unánimemente por considerársela ridícula, salvo por una hembra un poco sorda y un poco transgresora que estuvo de acuerdo.
La nueva reunión no aportó serenidad a las liebres.
Necesitaban encontrar alguna solución o continuar con ese estado de cosas hasta más allá del hartazgo.
Y a esto último se llegó.
Al final de una atroz cacería en la que murieron más liebres que otras veces, se rebelaron.
¿Qué hicieron las liebres indefensas, solo peligrosas entre sí?
¿Cuál fue su rebelión?
Emigraron, tal como se propuso en las primeras reuniones. Pero varió el destino. Partieron de sus zonas de desastre cobijadas por la obscuridad de la noche, para instalarse en las dos únicas Reservas Ecológicas de la región: Otamendi y del Pilar. Obtuvieron un refugio prácticamente seguro, donde conviven en la actualidad con cierta armonía. No completa, claro, ya que la llamada perfección, pretendida por nosotros, los humanos, no existe. No faltan los predadores naturales de tierra y de aire: comadrejas, algún gato montés así como algún halcón, chimangos y caranchos, milanos blancos, etc. A veces aparece algún predador humano infiltrado, solitario o agrupado, pero sin galgos. Como este traslado es reciente, veremos qué sucede cuando aumenten las poblaciones de liebres, pese a la regulación relativamente natural.          
Los cuidadores de estas dos Reservas son personas con pretensiones de restauración de cierto caos biológico, elemental. Se llaman a sí mismos amantes de la naturaleza, y cuidan que este orden anárquico, se conserve. Tengo entendido que son buena gente, pero, en fin, habría que conocerlos mejor.
Que las liebres vivan en paz, en la paz de las liebres, claro, que es más sencilla que la de los humanos. Para empezar sus crías no van a la escuela, simplemente porque no existen escuelas para liebres. Aprenden de la vida misma. Por otra parte, no deben trabajar para comer; solo deben cuidarse. Además, su salud es muy buena, tanto que si existieran las liebres médicos y debieran trabajar para mantenerse, se morirían de hambre.
Para concluir, aporto un recuerdo que quizá alegre un poco más la vida de las liebres, si es que pueden leerme (¡Oh, vanidad!), aunque quizá ya lo saben. Los viejos cuentos europeos con personajes humanos terminaban cuando las parejas allanaban las dificultades que impedían su unión; de ese modo podían vivir libremente su amor. Habitualmente finalizaban diciendo: “… y fueron felices y comieron perdices.” Perdices decían, no liebres.
Ahora bien, habrá que ver qué opinan las perdices sobre estos finales de cuentos viejos. Supongo que si los conocieran, se espantarían.
Me despido de las liebres de los campos del Pilar, dejándolas en sus nuevos hogares, a salvo de las cacerías organizadas, por el momento.
Mientras tanto, escucho aleteos y silbidos de gozo provenientes de estos mismos campos que abandonaron las liebres. Me soplan al oído que son las perdices las causantes del bullicio, muy felices porque en los finales de los cuentos nuevos, no se incita a nadie a comerlas.



















11/4/14

Las Mariposas y los chicos

Un cuento de José Luis Gomez

A la memoria de mi hermano Guito. Según su esposa, Estela Leiva, cada vez que conversamos, él comparte nuestra conversación adquiriendo forma de una mariposa posada sobre una pared.

Lector, te quiero relatar una historia corta, algo extraña, ocurrida en el lugar donde vivo, un barrio cerrado en la provincia de Buenos Aires.


En este sitio, la vida parece transcurrir en el mejor de los mundos naturales. A primera vista es así. Hay espacios verdes con árboles, plantas, aves, algunas mariposas y sapos, otros insectos y algún animalejo nocturno, solitario y desprestigiado: la comadreja. Esta última no encontrará huevos ni gallinas en nuestros jardines sino solo, quizás, alguna sobra alimenticia bien envuelta y mejor guardada en los canastos de la basura. Hasta hace unos pocos años se podía tropezar con alguna liebre tan sorprendida como uno, que se daba a la fuga después del primer instante de perplejidad. En la actualidad, el aumento poblacional humano del barrio y el tratamiento que se les da a los espacios verdes, tanto comunales como particulares, limita cada vez más nuestra relación con este ambiente, dicho natural. Antes de entrar de lleno en la historia, le pido al lector que sepa disculparme por algunas explicaciones previas, formales pero necesarias para comprender mejor el sentido de la misma. El tema es la contaminación lenta y continua de las tierras en las que vivimos. Los vecinos somos partícipes de esta sinrazón no siempre manejable, por cierto. No olvidemos que nuestra influencia modifica nuestro entorno, positiva o negativamente, y el entorno nos transforma a nosotros, ya que finalmente no somos más que parte de lo mismo. A partir de la década del 2000 y entre otras razones por el cambio climático producido por causas humanas bastante divulgadas, las poblaciones de un mosquito (Aedes aegypti), vector de una enfermedad llamada dengue, migraron hacia regiones del mundo adonde antes no se encontraban. De ese modo, este mosquito llegó hasta nosotros junto con la enfermedad. En el año 2009 se produjo una gran epidemia en gran parte del país, y como en otros lugares, en este barrio comenzó a fumigarse para eliminar al insecto adulto. Pero la fumigación solo debe usarse para casos de emergencia. Hay otros recursos preventivos para eliminar al mosquito: echar gotas de cloro al agua estancada o colocar peces colorados, o vaciar los recipientes con agua que no se usan. La finalidad es eliminar a las larvas. Volviendo al tema que nos ocupa, la contaminación de estas tierras, otra forma de provocarla es el uso de insecticidas por parte de los propietarios o de los jardineros contratados para cuidar los jardines. Estos o aquellos no permiten la intrusión del más mínimo caracol u hormiga o babosa. A todo bicho que camina hay que matarlo; esa parece ser la consigna. Y vaya si la cumplen. Respecto a la fumigación en sí misma, semanalmente pasa por las calles del barrio una tranquila camioneta que despide una humareda venenosa. Los distribuidores de estos productos aseguran que solo son dañinos para nuestro bicho en cuestión, el mosquito… Supongo que la gente les cree; de otro modo, no permitirían esta invasión venenosa en el ambiente. Hay que tener en cuenta que muchas de estas substancias utilizadas solo son tóxicas para ciertos organismos –como el humano-, cuando se acumulan en cierta cantidad en dichos organismos, cosa que se logra con el paso del tiempo y la repetición del uso del producto. El muchacho que conduce la camioneta seguramente ignora o en el mejor de los casos solo alberga alguna sospecha acerca de las consecuencias de su tarea. Pero lo realmente raro es que la gente del barrio, en general, no lo piense o no se informe por medio de medios fidedignos. Probablemente sucede lo de siempre: creemos ingenuamente en las bondades del producto. Las emanaciones expelidas, obviamente caen sobre todo lo existente, sea materia orgánica, vegetal o animal, o inorgánica, como el asfalto y las piedras, en pos de eliminar o al menos controlar a los odiados y, a veces, peligrosos mosquitos. Pero la cuestión se complica. A pesar de la supuesta benignidad y especificidad del gas emitido, si se observa detenidamente se constatará que hay relativamente poca vida silvestre en nuestros espacios verdes, lo que hace presumir que el gas tiene un efecto más amplio y nocivo del supuesto. No puedo asegurarlo, pero creo que quedan pocas babosas, caracoles, ranas y sapos así como otros animales más o menos visibles en nuestros jardines y calles, atestiguando con su presencia la viabilidad de estos suelos, confirmando la existencia de biodiversidad en el reducido ambiente en que habitamos. Para que esta supuesta matanza de mosquitos continúe realizándose desde hace años sin reparos ni críticas audibles por parte de los vecinos, es evidente que es reducido el número de los que imaginamos a nuestros espacios verdes convertidos en lugares realmente vitales. Probablemente, este silenciamiento del sentido común, se une al deseo de transformar a los jardines en lugares más artificiales (sin duda este deseo posee muchos simpatizantes), lo que conlleva al uso de más agentes químicos. Esta pretensión de jardín es pura y exclusivamente estética. En sí, la idea no es buena ni mala; solo es una manera más de enfrentar la vida. Pero ocurre que en estas épocas de deterioro ambiental a gran escala, quizá podríamos colaborar al menos para no agravar más la situación general. Por otra parte, no todos los tóxicos que llegan a nuestro barrio lo hacen por vía aérea. Seguramente también nos invaden con el agua subterránea que proviene de los campos que nos circundan, sembrados con soja, debidamente desmalezados y sin plagas, muy efectivos por cierto para el fin que los agricultores buscan, pero muy destructivos para el medio ambiente y, por ende, para nosotros mismos. Te agradezco lector haberme seguido hasta aquí con la lectura, porque a pesar de lo tedioso, estas explicaciones son necesarias para comprender en parte el relato que te quiero contar. El tema del mismo son las mariposas y los chicos del barrio. Respecto a las mariposas, debo decirte algo más antes de proseguir. Y te pido disculpas nuevamente. Actualmente, son insectos amenazados en el mundo entero, sobre todo por la modificación de sus ambientes naturales. No me refiero a alguna especie en particular, sino a todas ellas en general, a esos gusanillos alados de los cuales no haré ninguna referencia a su belleza sino a su utilidad esencial, la polinización. Sin este fenómeno, las flores de ciertas plantas y árboles no serían fecundadas y, por lo tanto no se reproducirían, con lo cual se discontinuarían las cadenas ecológicas que estas plantas integran. Y las mariposas –junto con otros insectos y algunas aves –intervienen activamente en este intercambio entre los reinos vegetal y animal, distribuyendo el polen con la promesa de una nueva vida vegetal. Una de las especies afectadas en nuestro medio es Zafiro del talar, mariposa muy bella, cuyos machos tienen una banda de ese color sobre fondo negro en la cara dorsal de las alas, y las hembras una banda blanca en el mismo lugar, con una mancha anaranjada. Fue uno de estos ejemplares el que protagonizó uno de los episodios de esta sucesión de situaciones extrañas y angustiantes ocurridas en el barrio hace muy poco tiempo. Pasó así. Un ejemplar macho fue visto por Juanito, un chico del barrio de unos siete años de edad, quien quedó fascinado con la gracia y los colores del insecto. Al parecer, lo mismo le sucedió a la mariposa con el niño. Otros chicos de su edad fueron testigos de la atracción de Juanito por el insecto, y de éste por aquél. Observaron al pequeño correr detrás de la mariposa azul, que revoloteaba alrededor de su cabeza; finalmente, al doblar ambos en una esquina, sus compañeros los perdieron de vista. Desde ese momento, nadie vio más a Juanito durante dos días. Por supuesto, la conmoción en el barrio fue inmediata e inmensa. Al cabo de cuarenta y ocho horas, después que el barrio fuera investigado de punta a cabo, Juanito apareció muy orondo, con el rostro plácido y sin indicios de tener hambre ni sed. Una hermosa mariposa azul daba vueltas alrededor del chico. Sus familiares y vecinos más allegados, agrupados alrededor suyo, trataron de ahuyentar e incluso matar al insecto volador como si fuera responsable de su desaparición, pese a los reclamos del chico en su defensa. Juanito contó muy poco acerca de los dos días que estuvo ausente. Pero se supo que salió del perímetro barrial por un caño que sirve de desagüe. Dijo que estuvo en el campo, en un lugar lleno de mariposas azules y otras de color marrón. Tomaba agua en un arroyo muy angosto aunque fluyente y cantarín, transparente, en cuyos bordes también bebían las mismas mariposas y unas aves grandes y grises, de cuello largo, que no volaban. De acuerdo con la reflexión de los adultos, debían ser ñandúes. Había bosquecillos de talas y coronillos, árboles que el chico conocía porque en el jardín de su casa sus padres tenían un ejemplar de cada una de esas especies. ¿La comida? Aparentemente no había comido, pero tampoco manifestaba hambre en el momento de su regreso. Contó también que había visto cosas desagradables. -¿Qué cosas?-, le preguntaron ansiosos, tanto los adultos como otros chicos. -No había casas ni calles, era el campo –dijo-, un campo desierto por el que corría el arroyito, solo con los bosquecitos donde estaban las mariposas… pero además de esos, que eran verdes, había otros árboles secos y viento caliente que quemaba la piel-. Sin embargo la piel de Juanito no tenía quemaduras de ningún tipo. -¿Y con quien saliste del barrio? -inquirieron los mayores. -Con Alma -respondió. -Me hizo salir por el caño de agua de la esquina de casa. -¿Alma? -Sí, la mariposa. Cuando la llamo, viene. Miren si no me creen… -Pero a pesar de los llamados la mariposa se mantuvo alejada del grupo humano. -¿Y cómo se alimentaban las mariposas y las aves que no volaban si todo estaba seco? –le preguntaron. -Ah, eso no lo sé; pero todos estaban bien. Las mariposas iban y venían por los bosquecitos verdes. No vi ninguna mariposa muerta –agregó el chico. -Pará, Juanito, pará; ¿cómo llegaste a ese lugar y cómo?... -Las preguntas eran interminables, pero las respuestas no calmaban la angustia de los padres ni satisfacían la curiosidad de los demás adultos. De cualquier modo se lo veía muy bien, sosegado, contento. La semana trascurrió con preocupación y alboroto, especialmente durante los primeros días; luego, pasado el tiempo, la existencia en el barrio retomó su ritmo habitual, como un río que reorganiza sus aguas después de una catarata. A los quince días pasó lo mismo con una chiquita de ocho años; es decir, desapareció. El suceso causó más revuelo aún por la reiteración del hecho pero, igual que la primera vez, nada se pudo hacer hasta que la nena regresó, a los dos días, muy tranquila, con una mariposa a su lado. Esta vez, el insecto pertenecía a una especie llamada Espejitos, abundante en la provincia de Buenos Aires, de color naranja con lunares negros en la faz dorsal de las alas y manchas plateadas en la cara ventral. Lo primero que intentó hacer la gente presente (familiares, amigos y conocidos), al reaparecer la niña fue tratar de matar a la mariposa, la que hábilmente eludió los manotazos e incluso los raquetazos de muchachos que regresaban de jugar al tenis. La Espejitos huyó del gentío volando de flor en flor, realizando arabescos en el aire. La nena, llamada Florencia, muy tranquila, la despidió como si la mariposa hubiese sido una mascota común y corriente. La nombraba Rubita. Se calmaron los ánimos lo mismo que la vez anterior a medida que pasaron los días, y las respuestas de la nena fueron las mismas que las de Juanito. Salvo que en los bosquecillos de las mariposas también abundaban los mbucuruyáes, enredaderas hospedadoras de esa especie de mariposas anaranjadas. Ante las preguntas de los adultos, la nena reconoció a esas plantas por las flores características, conocidas en el barrio. Intervino otra vez la policía. Vino un investigador del tipo de los detectives de las novelas de misterio para tratar de encontrar algún hilo conductor que explicara estos sucesos extraños y preocupantes. Pero no se supo más que antes, solo que la nena no recordaba por donde había salido y regresado al barrio.
La tercera desaparición se produjo al mes siguiente. Todo el barrio se puso en pie de guerra, por así decirlo, pero fue en vano. Pasados dos días el chico, Nacho en este caso, también de siete años, reapareció sorpresivamente. Estaba acompañado como de costumbre por una mariposa, en este caso de la especie Bandera Argentina. Su nombre guaraní es panambí morotí, y quiere decir mariposa blanca; aunque no es exactamente blanca, sino celeste. Ante la aparición del chico, la sucesión de hechos fue la misma. Preguntas y más preguntas, sobre todo dirigidas a la comparación con las situaciones anteriores. En este caso el bosquecillo era de coronillos, árboles que el chico pudo identificar porque vio el ejemplar en la casa de Juanito, el primer chico que se fue y regresó. La gente, intrigada, esta vez trató de acercarse con cierto respeto a la mariposa, pero esta huyó con tranquilidad después de la despedida cariñosa de Nacho, a la que llamó Blanquita. Los investigadores y los padres se reunieron con los chicos para ver qué podían sacar en limpio de las tres situaciones similares. Nada. Los relatos coincidían sobre el lugar visitado: una zona desértica donde lo único vivo parecían ser las mariposas, de distintas especies cada vez, las aves de grandes patas que no volaban y los bosquecillos verdes con las enredaderas en el caso de la nena. Habían saciado la sed en el mismo arroyo, límpido y cantor. No comieron nada al parecer, y los tres regresaron con muy buen ánimo y excelente salud. Con el paso de los meses no se produjo ninguna otra desaparición de chicos. En el barrio, todo el mundo comenzó a mirar a las mariposas de otro modo. Con un poco de admiración y… miedo, claro. De cualquier modo, a nadie se le ocurrió ahuyentarlas o matarlas, a pesar de la escasa cantidad visitante. Al contrario, la gente comenzó a preocuparse por las causas del número declinante de estos insectos alados. Seguramente las ahuyentaban o destruían los venenos del barrio, y los agroquímicos y tóxicos de las plantaciones circundantes o lejanas. También comprendieron que otra causa, sin duda la más importante, era la deforestación de árboles nativos, de los cuales sus crías se alimentan. Siempre en pos de sembrar fuera del barrio o de adornar los jardines con árboles exóticos. Los vecinos actuaron con inteligencia, porque a pesar de la angustia provocada por la desaparición de los chicos, los tres habían regresaron contentos y animosos. La impresión general era que las mariposas los habían cuidado… Poco a poco, el temor inicial hacia las mariposas, fue dejando paso a un sentimiento de fascinación y curiosidad tanto de parte de los demás chicos del barrio como de los adultos. No solo eso. Se plantaron árboles, arbustos y enredaderas de especies autóctonas en los lugares públicos y privados del barrio, especies necesarias para el desarrollo de estas mariposas. Además, se prohibió el uso de la fumigación. Surgió una especie de sentimiento nuevo, de admiración hacia estos insectos, que poco a poco se extendió hacia todo lo vivo del entorno. A partir de ese momento, los insectos que vuelan, caminan y se arrastran proliferaron en los jardines y paseos. Los espacios verdes se transformaron en sitios cálidos e inquietantes; dejaron de ser los espacios de plástico que anteriormente jerarquizaban al lugar. Es verdad, había mosquitos, más que antes quizás, pero la gente arregló los mosquiteros de las ventanas y puertas de sus casas, usó más repelentes sobre la piel y cuidó que no se formaran lugares apropiados para su proliferación. Con la aceptación de las mariposas, nunca más volvió a desaparecer otro chico en el barrio. Y esta historia –por cierto real- de los chicos escapados con las mariposas de distintas especies, nunca se resolvió; quedó en el más absoluto misterio.

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